Moverse en estos días en el mundo de la pintura es un deporte de riesgo. En el pasado siglo XX la pintura consiguió librarse, posiblemente más para bien que para mal, de muchos de los corsés que la oprimían: la corrección del dibujo, la perspectiva, la anatomía, las teorías del color, la rigurosa selección de materiales, soportes y sus tratamientos, etc., pasaron a un segundo o tercer término, o incluso desaparecieron, para abrir paso y ceder todo el protagonismo a la idea creadora en abstracto, sin referencias al mundo concreto y real, y a la capacidad -en muchos casos la osadía- de ejecutarla. Se abrieron así para la pintura horizontes más amplios y se señalaron caminos de libertad más despejados. Pero también se abrió un cajón de sastre al que fueron a parar muchos remiendos y harapos. En la última mitad del pasado siglo, al desproveerse la pintura de valores objetivos, se consideró grandes pintores (incluso entre los que podríamos llamar “vacas sagradas”) a algunos que lo fueron más por haber estado en el momento oportuno en el lugar adecuado, que por tener un mensaje creativo sólido y un lenguaje apropiado para transmitirlo. En una especie de “todo vale”, la pintura, amparada a partes iguales en el desconocimiento o el desinterés del público por un lado, y en intereses personales o económicos de críticos, galeristas, y teóricos del arte por otro, generó una situación de entre caos y desconcierto, que planteaba muchas más preguntas que respuestas: ¿por qué al hablar de pintura, incluso entre las gentes más cultas, es tan frecuente empezar con la frase “yo de pintura no entiendo, pero….”, y no se genera, en cambio, esta coletilla cuando se habla de música, cine, teatro o literatura? ¿por qué no existe (y mucho menos en España que en otros países de su entorno), un coleccionismo apreciable de pintura? ¿Por qué las instituciones y las personas que ostentan cargos en ellas –públicos o privados- han dejado de encargar pintura a los pintores, como venía sucediendo en siglos anteriores? En estos últimos lustros ha sido relativamente frecuente ver encumbrados a pintores mediocres (con la dificultad que entraña calificar a los pintores en medio de este panorama tan aleatorio) con grandes apoyos de críticos y galeristas y de los inversores y el público por ellos orientado, y con participaciones muy representativas en ferias o en exposiciones institucionales, y al mismo tiempo ver pasar desapercibidos o casi ignorados a pintores cuya obra probablemente resista mejor el paso del tiempo. Hoy día, salvo que se disponga de apoyos importantes ajenos a la obra creadora en sí, el pintor tiene que subirse al trapecio sin red, con el único bagaje de sus ideas, su capacidad creadora, y su lenguaje -sus capacidades técnicas- para expresarse. Que ese bagaje sea rico e importante no garantiza el éxito.

Reconociendo no tener respuestas claras a las interrogantes que todo esto plantea, paso a mis vivencias personales:

Siempre que hablo de pintura defiendo que ser pintor es un privilegio: ver salir de las manos lo que la cabeza concibe es una gratificación que muchos otros trabajos, más duros y penosos a veces, nunca obtienen a cambio. Y ver que ese “producto” es capaz de sugerir o de generar sentimientos (sean adhesiones o rechazos) y de incidir en la vida o en las actividades de otros, es otra gratificación complementaria que el pintor recibe a cambio de su ilusión o su esfuerzo, también en ventaja respecto a muchas otras actividades tan importantes y necesarias como la pintura, o incluso más. Pero esos aspectos gratificantes de la pintura no deben necesariamente conducir a la conclusión de que se trata de una actividad tan “amable” como muchos puedan pensar: la pintura es también lucha, tensión y angustia. Para entenderlo, habría que saber de la cantidad de horas de trabajo fallido y perdido que puede conllevar una obra, y hasta del esfuerzo físico (aunque pueda no parecerlo) y mental que la pintura entraña.

En mis años de formación, décadas sesenta y setenta del siglo pasado, creo haber recibido una formación bastante sólida (que entonces se calificaba de “académica” antes de que el termino adquiriera un cierto matiz peyorativo) en las dos profesiones en las que me titulé: como pintor en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, y como arquitecto en la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid también. Quizá ahora lamente haber robado tiempo a la pintura por culpa del ejercicio demasiado absorbente de la arquitectura, pero como nunca es tarde y rectificar es de sabios, vuelvo (con perdón de Proust) a la búsqueda del tiempo perdido en la pintura con bastantes ideas, y con ilusión y ganas para desarrollarlas. Todo lo antedicho no significa que haya vivido al margen del ejercicio de la pintura. Nunca he dejado de pintar ni de organizar exposiciones de mi obra, quizá no con toda la intensidad y frecuencia que me hubiera gustado, aunque sí con una respuesta muy positiva y gratificante, tanto en forma de críticas como en adquisiciones de mis obras, mucho más por el aprecio hacia ellas de instituciones y coleccionistas privados que por su posible interés como inversión, aunque no considere desdeñable ese aspecto.

Quizá lo más reseñable en mi última etapa como pintor sea la incorporación al abanico amplio de técnicas con que me expreso –pintura acrílica y al óleo, collages, técnicas mixtas, dibujo al carboncillo o pastel, grabado al aguafuerte- de imágenes digitales obtenidas de bases de datos informáticas o de fragmentos de anteriores obras mías procesadas y transformadas también con programas y métodos informáticos. Respecto a la temática, me muevo ahora en la abstracción pura, sin referencias (al menos conscientes por mi parte) a los temas figurativos, especialmente la naturaleza y el paisaje, omnipresentes en mis etapas anteriores. Quizá lo haya expresado mejor de lo que yo pueda hacerlo un crítico de arte al referirse a las formas de mi pintura en una de mis dos exposiciones más recientes: “Sus formas, cuando son abstractas, no están demasiado lejos de la realidad. De igual manera, su figuración se depura y simplifica hasta el punto de rozar la abstracción”.

Al citar mis dos exposiciones más recientes aclaro que, además de presentar en una de ellas mi obra plástica de estos últimos tres años, he organizado una exposición conmemorativa de la mítica revista de humor “La Codorniz” con mis trabajos -historietas, dibujos, portadas, contraportadas- publicados en ella en la década de los setenta, exponentes de otra de las facetas de mi trabajo, la de ilustrador y humorista gráfico. Para completar el panorama de mis actividades en el campo de la creación plástica, también compatibilizada con el ejercicio profesional de mi estudio de arquitectura, diré que completé mi formación como autor de obra gráfica en talleres especializados, teniendo editadas, tanto en ediciones institucionales como propias, carpetas y tiradas de grabados al aguafuerte y serigrafías.
Haciendo caso del viejo proverbio “vale más una imagen que mil palabras”, creo que lo mejor que puedo hacer, como profesional de este “deporte de aventura”, es subirme al trapecio ofreciendo las imágenes de mis obras más recientes. Y someterme al juicio de quienes las contemplen.

Juan Pita, Noviembre de 2.012

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